jueves, 4 de junio de 2009

LA FILOSOFÍA NO ES UNA JERGA

[1]Las modas intelectuales han producido ya tanta confusión que cualquiera podría creer que en filosofía y en ciencias humanas se comienza por pensar sin necesidad de estudiar. Olvidar los grandes pensamientos para buscar aprehender con afán algunas de las jergas más recientes, es el método empleado por buena parte de los universitarios con el propósito de formar inteligencia.

Quizás sea oportuno indicar que tanto la palabrería como la misma opinión han sido consideradas los más grandes obstáculos para el saber. Desde la primera fundación de la filosofía, los grandes filósofos han debido buscar algún método de argumentación que les permita liberarse de la amenaza de las palabras vacías. Platón, en su polémica contra los sofistas, sostuvo que a través de la dialéctica se podía abandonar como por pasos el pequeño e incierto mundo de la opinión particular para lograr la universalidad del saber. Todavía hoy puede decirse que la lectura de los Diálogos constituye un ejercicio de formación intelectual, ya que muestran una y otra vez que la ignorancia es un estado de llenura y de abundancia de opiniones, opiniones que tienen que se apartadas para que el pensamiento pueda finalmente discernir la sencillez de las ideas verdaderas o para establecer por lo menos la certeza de que no son las primeras ocurrencias las que nos conducen al conocimiento, esto es precisamente lo que encontramos al leer el “Teeteto”: al final de este diálogo se ha dejado al menos en claro lo que no es el saber.

Al comienzo de los tiempos modernos, Descarte fundó de nuevo la filosofía, esta vez sobre tierra firme, sobre la duda como la condición primera de acceso a cualquier conocimiento; pero en el Discurso del método se advierte que no se trata de dudar por dudar ni de fingir irresolución para parecer enigmático, la duda es metódica pues permite saber que más allá de la diversidad de opiniones, sobre las ciencias y la moral, se busca algún principio inconmovible a partir del cual se pueda ir desde lo más simple o evidente hacia lo más complejo. En las Meditaciones metafísicas, la obra de iniciación a la filosofía por excelencia, Descartes presenta con orden los fundamentos del pensamiento moderno, parte de la duda y de los diferentes motivos para dudar y prosigue con un examen de la verdad y del pensamiento, que muestra claramente que los objetos inmediatos de nuestra conciencia no son las cosas sino las ideas de las cosas, lo cual va a colocar la teoría del conocimiento en la base misma de toda la filosofía. La dialéctica y la duda fueron los recursos de que se valieron Platón y Descartes para resguardarse de la palabrería, lo que les permitió escribir obras que no han sido afectadas por el paso del tiempo porque se encuentra en ella toda la profundidad y la elegancia de los fundamentos.

Posteriormente Kant, en su intento por responder al escepticismo de Hume, hizo de la crítica un método de examen de la razón desde adentro y logró diferenciar los conceptos, que están referidos a la experiencia, de las ideas, que aunque no están referidas a la experiencia exterior, sí nos permiten ingresar en el ámbito de la moralidad; la idea de libertad es la idea rectora de ese otro mundo, el mundo interior:

La ley moral se distingue de la física en que no comienza donde el hombre percibe, en el mundo exterior de los sentidos. Comienza más bien en su “invisible sí mismo”, en su personalidad, y coloca al hombre en un mundo que tiene verdadera finitud […]

Resulta pues que ni la duda cartesiana no la crítica kantiana dejan al hombre expuesto e indefenso ante el engaño y las ilusiones de los sofistas y los charlatanes; en ambos casos se busca que los hombres sean dueños de sí mismos, autónomos, y que estén en condiciones de modelar su propio destino.

Entre los grandes pensadores, no hay al parecer ninguno que haya sido tan admirado y hasta venerado como Newton. En su propia época se llegó a decir que el mundo no había más que oscuridad hasta que Dios creó a Newton y entonces hizo la luz: su teoría de la gravitación universal era la realización del sueño más antiguo de la humidad, por fin se supo cuáles son las leyes del movimiento de los cuerpos y cuál la ley que explica los movimientos de la luna, los planetas y los cuerpos que caen. Pero, en el siglo de los sabios, había tanto escrúpulo por la dilucidación conceptual que Leibniz, un semicartesiano, llegó a ver algunos conceptos de Newton como quimeras ficciones. Alrededor de sus reparos se formó uno de los más preciosos textos filosóficos, La polémica Leibniz-Clarke (1717), polémica que consta de diez cartas, cinco de Leibniz y cinco de Clarke, un discípulo de Newton, considerado una verdadera máquina de hacer razonamientos; varios historiadores sostienen que las respuestas a Leibniz son el resultado del trabajo conjunto del maestro y su discípulo.

Los temas de la polémica son tan diversos que van desde el espacio del universo y el movimiento de los cuerpos, hasta una serie de consideraciones sobre el mecanicismo como condición para la explicación de la naturaleza y sobre la libertad humana; e incluso, otros asuntos que tienen que ver con la acción de Dios en el mundo y la interacción entre el cuerpo y el alma. Toda esa diversidad de ideas está articulada en torno a dos aspectos centrales: el primero de ellos se refiere a la forma misma de la polémica, ya que los dos autores apuestan a lograr la mayor claridad y sencillez en sus argumentos, aunque es evidente que se ocupan de asuntos complejos, como el propósito newtoniano de determinar el movimiento no sólo en términos relativos sino absolutos, lo que para Leibniz era sencillamente absurdo.

A través de todas las cartas permanece la misma vigilancia para evitar caer en las palabras vacías; y si en algunos pasajes aparece ese reproche, el mayor de los reproches, luego se encuentra una respuesta que apunta a afinar los razonamientos anteriores y a impedir que los conceptos pierdan su contenido en manos del opositor, sólo por esto puede decirse que estas cartas constituyen uno de los textos clásicos de la filosofía.

El otro aspecto se refiere al empeño con que Newton busca distinguir el espacio, de la materia limitada del universo: el espacio será algo como un recipiente absoluto e infinito donde están los cuerpos. Newton aseguraba que había movimientos que por no ser relativos permitían revelar la existencia del espacio absoluto; con ese objeto trae el famoso ejemplo del movimiento de rotación de un balde lleno de agua, desde el comienzo mismo de su obra. Leibniz no podía aceptar que el espacio fuera diferente de la materia, para él no era otra cosa que la relación entre los cuerpos, además no había forma de pensar que la materia tuviera límites como para sostener que más allá estaba un espacio vacío e infinito: “Descartes ha sostenido que la materia no tiene límites, y no creo que se le haya refutado suficientemente”.[2] Siguiendo el relativismo cartesiano, Leibniz sostiene que no había lugares verdaderamente inmóviles en el universo, sólo podemos pensar en suponerlos inmóviles para determinar el movimiento de los otros cuerpos.

Es pues alrededor de dos conceptos extremadamente diferentes del espacio del universo como los dos autores van organizando sus divergencias sobre los temas mencionados. Es cierto que ambos realizan rodeos donde consideran lo que ellos creen que pueden o debe ser la acción de Dios sobre el mundo, y hasta buscan aclararla por lo que creen o piensan que es la acción del alma sobre el cuerpo, rodeos que no podemos presentar aquí pero que regresan siempre sobre el asunto central que requiere toda la luz, asunto que consiste en la relación entre los conceptos de espacio, materia y movimiento.

No deja de ser muy curioso que Newton, con la universalidad que caracteriza su pensamiento, aparezca en esta polémica como una figura que ocupa un lugar en la historia, que pertenece a una época y que por lo mismo comparte todo un conjunto de formas de pensamientos y hasta de creencias con sus contemporáneos y concretamente con su aventajado discípulo, y digno curioso porque otros autores, de nuestro siglo, de los que se sabe muy bien tanto sus problemas como el uso que hacen del lenguaje obedecen a circunstancias definidas y a mentalidades y regiones muy particulares, son aparatados y alejados de la historia de las ideas por los lectores crédulos que quieran resguardarse ya no de la palabrería, como lo hacen los grandes pensadores, sino la crítica, para convertir algunas creaciones intelectuales en verdaderas máquinas burocráticas.

¿Qué podemos decir nosotros de la confusión que ha atrapado a la misma filosofía y, en cierta medida, la ha reducido a ser una expresión de las modas intelectuales? ¿Dónde podremos encontrar la fuente un acontecimiento tan funesto para la vida del espíritu y quiénes podrán orientarnos en esta búsqueda? Quizás sepamos dónde encontrar el momento de la mayor confusión: en marzo de 1933, dos filósofos, que años atrás se habían propuesto dar un nuevo impulso a la filosofía, sostuvieron la siguiente conversación: “¿Cómo un hombre tan inculto como Hitler puede gobernar Alemania? preguntaba Jaspers, a lo cual respondió Heidegger: “La cultura no tiene ninguna importancia, observa las manos maravillosas que él tiene”.

Tres filósofos de nuestro siglo, nacidos en la primera década, han sido observadores e intérpretes lúdicos de las ideas, los hechos y los totalitarismos más recientes: Raymond Aron, Isaiah Berlin y Karl Popper, los tres se han mostrado en extremo fastidiados con las jergas intelectuales y ha aportado muchas luces para su análisis; y aunque reconocieron a Marx y a Freud como grandes pensadores, sostuvieron que lectores ingenuo, hombres de ideas confusas y buenos deseos, habían hecho del marxismo y del psicoanálisis verdaderas religiones seculares y habían generalizado ideas del Romanticismo cuando quisieron, con empeño, “oponer el fluir de la vida a la fuerza de la razón crítica, que no puede crear, sino sólo dividir, paralizar, desintegrar”: las jergas necesitan desacreditar la razón y la crítica para lograr producir el sopor que permita encontrarlas creíbles. Sobre la fuente de la confusión veamos la interpretación siguiente.
Popper, en su libro La sociedad abierta y sus enemigos, en el capítulo doce, “Hegel y el nuevo tribalismo”, busca demostrar que el objeto central de la filosofía hegeliana consistió en pervertir, mediante la jerigonza, los ideales políticos de la Revolución Francesa para ayudar a la consolidación de la monarquía. El capítulo del libro de Popper dedicado a Hegel es el más extenso del libro y trae 93 notas ampliando con citas y testimonios lo que se ha propuesto mostrar, que no es otra cosa que los efectos políticos de la palabrería y el irreparable daño que tiene que sufrir la filosofía cuando se la consagra por entero la adoración del Estado: “[…] la verdadera valentía consiste en la diligencia para consagrarse por entero al servicio del Estado, de modo que el individuo sólo cuente como uno entre muchos”.
Se trata de palabras de Hegel que Popper trae una y otra vez asegurando siempre que se trata de una hostilidad enfermiza frente a la libertad individual, ya que para él ningún valor personal es significativo, lo importante residirá en la autosubordinación a lo universal, al Estado.
Por discutible que pueda ser la interpretación de Popper, una cosa resulta cierta para el lector de hoy, y es que, si se admite al menos el propósito eminentemente político de la filosofía de Hegel, es preciso entender la influencia de los autores que leyó, especialmente Spinoza, Rousseau, Burke, Herder, etc., pues Popper asegura:

Nada hay en la obra de Hegel que no haya sido dicho antes y mejor […] su único objetivo es luchar contra la sociedad abierta y servir a su superior Federico Guillermo de Prusia; su confusión y su desapego de la razón son, en parte, necesarios para alcanzar este fin […]
Ahora bien, ante las sugestivas sospechas de Marx frente al neoliberalismo y de Nietzsche frente a la democracia, es preciso acudir a críticos e interpretes de la Revolución Francesa más cercanos de la cultura moderna y más objetivos: tal es el caso de Benajamín Constant y de Alexis de Tocqueville. Es necesario descubrir que el liberalismo y la democracia tiene significado mayor que el señalado por Hegel, Marx y Nietzsche, porque constituyen de hecho, antes de cualquier evaluación, la dinámica de las sociedades modernas.
El acierto de Aron y de Berlin consistió en que ambos, después de estudiar a Marx, entendieron que las sociedades modernas eran el resultado de los ideales del liberalismo y de la democracia, y que las mayores dificultades estaban en las relaciones conflictivas entre uno y otra y no en el intento de sobrepasarlos o superarlos mediante el retorno a la ética de los griegos, de los medievales o de sociedades orgánicas donde todos los aspectos de la vida son asunto político.
Aron y Berlin lograron concretar sus interrogantes con el diagnóstico de la modernidad de Constant y de Tocqueville quienes, desde la primera mitad del siglo XIX, buscaron entenderla desde adentro y sin contraponerle otros ideales o valores distintos a los valores modernos. La crítica de la modernidad, la sospecha de los ideales de la libertad e igualdad, está todavía hoy influida por la primera reacción rabiosa de autores profundamente religiosos que creyeron ver en la Ilustración un racionalismo arrogante y descreído: autores que frente a los excesos de la Revolución Francesa encontraron el pretexto para desacreditar todo el proyecto moderno, apartar a la filosofía de la política y reducir el movimiento ilustrado a los dos años de la dictadura de Robespierre.
Definitivamente la crítica es lo más difícil de lograr por el peligro que conlleva de caes en la sospecha y en el reduccionismo vulgar. Es muy fácil decir que el liberalismo es la ideología de los poderosos o que la democracia es producto del resentimiento de los débiles. Otra cosa es apreciar sus principios filosóficos y precisar las diferencias entre ambas concepciones: señalar, por ejemplo, que el liberalismo está concebido en sus principios mismos como una doctrina de oposición a los excesos del poder político, o señalar que la filosofía de la democracia moderna es un desarrollo del individualismo que está también en la base de la filosofía liberal.
Es verdad que tanto el liberalismo como la democracia han sido llevados a extremos odiosos y que Marx tenía razón en su indagación con el liberalismo económico, como también Nietzsche en su crítica al igualitarismo democrático que pretende desconocer en forma descarada las distinciones. Pero no es lo mismo el liberalismo económico que el liberalismo político, pues el concepto central del primero es el mercado mientras que el concepto central del segundo son los contrapoderes y el establecimiento del os límites del poder político.
Las sospechas de Marx y Nietzsche han influido tanto en los filósofos e intelectuales, que generalmente rechazan del todo la cultura moderna sin hacer distinciones, para ellos el racionalismo instrumental y el individualismo liberal han recorrido, durante cuatro siglos las sociedades de Occidente imponiendo una lógica satánica de control y de dominación. Por tal simplificación, muchos intelectuales perdieron su vocación crítica, anunciaron promesas extravagantes e irreales y apoyaron a líderes crueles y demagogos.
Es un alivio saber que algunos de los más brillantes filósofos franceses de la actualidad han recobrado la lucidez y la percepción moral propia de la tradición francesa clásica. En alguna página de su Ecce hommo, Nietzsche afirma lo siguiente: “Los alemanes no han atravesado jamás un siglo XVII de severo examen de sí mismos, como los franceses. Un La Rochefoucauld, un Descartes, son cien veces superiores en rectitud a los primeros alemanes”.
Es cierto, lo más propio de los filósofos clásicos de la tradición francesa consiste en haber realizado el más severo examen de sí mismos: aparte de los autores mencionados por Nietzsche, se puede mencionar a Montaigne, Pascal y Rousseau. También hoy un grupo de filósofos y ensayistas han conseguido apartarse de los esquemas e interpretaciones reduccionistas para examinar sin prejuicios la situación espiritual del hombre moderno. Tales autores debieron apartarse de la percepción cerrada y fija que consiste en apreciar la modernidad como el desarrollo de la idea cartesiana de la razón que recorre el conocimiento, la moral y la política, para convertirlos en cálculo para el aseguramiento del hombre europeo en una posición de control y de dominación frente a todo lo que lo rodea.
El esquematismo de las interpretaciones llamadas posmodernas no deja ver los diferentes desarrollos propios de la cultura moderna: los desarrollos de las libertades y las reivindicaciones igualitarias, las redefiniciones del derecho y de los principios de legitimidad de la autoridad política, la crítica de la idea de felicidad y la defensa de la idea de dignidad, las expresiones política y económica del liberalismo, las cuales chocan entre sí.
Era apenas evidente que todo esto no podía explicarse con la sola crítica a la idea del sujeto, ese ídolo metafísico como lo llama Nietzsche repitiendo las rudas objeciones ideadas por Hume un siglo antes. Filósofos como Alain Finkielkraut, Luc Ferry y Alian Renaut, desde los años ochenta, retomaron los grandes temas de la Ilustración con el fin de aclarar los problemas más recientes de la cultura. Adoptaron una actitud abierta frente a los textos clásicos, la misma expresa Tzvetan Todorov, en 1985, al comenzar su ensayo Frágil felicidad, dedicado a Rousseau:
Asqueado de la lengua de los profesionales, por una parte, por lo vacío de los términos altisonantes, por otra, pienso en un modo fácil de decidir lo difícil y lo encuentro, al menos por momentos, en algunos escritores del pasado. Por eso me ayudan a pensar en mi propia vida mejor que como lo hacen muchos contemporáneos.
Se trata de un grupo de filósofos y ensayistas que entienden mejor que Sartre o Focault el alto precio que se paga cuando se abandonan los ideales de la Ilustración, los ideales de libertad e igualdad, para aprobar los particularismos culturales o aplaudir como un mérito la sola pertenencia del individuo a una determinada nación o tradición. En su libro La derrota del pensamiento (1987), Alain Finkielkraut logró indicar con todo el detalle la forma como el abandono del universalismo moral de la ilustración conducía al encierro de los individuos dentro de una identidad cultural fija, que les impedía el ejercicio de la crítica y la independencia intelectual. Resultaba claro que el particularismo cultural, su relativismo de los valores, no era ninguna solución al supuesto eurocentrismo propio de la Ilustración.
Luc Ferry y Alain Renaut en su libro Heidegger y los modernos (1988), y Alain Renaut en La era del individuo (1989), lograron señalar el callejón sin salida a la donde conduce la interpretación heiderggeriana de la modernidad, la cual pretendía, por una parte, asignarle una misión renovadora al pueblo alemán, precisamente durante el régimen nazi, como si se tratara de un destino dentro de la historia del ser. Por otra parte, Heidegger buscaba comprender toda la época moderna como el resultado dela instauración de una razón instrumental que reducía a meros objetos la riqueza y la diversidad de lo existente: una centinela que termina en la nostalgia de un pasado medieval poblado de artesanos y de feligreses, rico en distinciones y en jerarquías como el pasado de los caballeros, que alimentaban el odio que Nietzsche sentía por la igualdad, por la democracia y por la modernidad.
Es preferible una interpretación que establezca el pluralismo de los valores como respuesta al monismo moral. Este último consiste en creer en una solución última a los conflictos humanos, en una sociedad sin Estado y sin clases. Pero el pluralismo de los valores de Isaiah Berlin no cae en el particularismo cultural propio de la llamada posmodernidad, porque mantiene un núcleo básico de universalismo moral que consiste en la dignidad de la persona humana, en la igualdad de dignidad que implica el derecho que tiene toda persona a un ámbito de actividad libre de la interferencia de los otros, de las tradiciones o de la comunidad para elegir los fines y los propósitos de su vida.
Mientras el particularismo cultural encierra a los individuos en su pertenencia a un grupo o comunidad, y los aprecia por su exotismo, el pluralismo de los valores busca proteger la dignidad y la intimidad de la persona incluso de los grupos y de las tradiciones aparentemente más propias y más sagradas.
[1] Texto tomado de: ARANGO, I. D. EL enigma del espíritu moderno. Ensayos. 2ª. Edición. Colombia: Editorial Universidad de Antioquia. 2002. Pp. 96-108
[2] G. W. Leibniz-Clarke, quinta cartea, art. 32.

No hay comentarios:

Publicar un comentario