jueves, 4 de junio de 2009

LOS PRESOCRÁSTICOS

Tales (aprox. 625-550 a.0)
Nació en Mileto, ciudad de la Jonia o costa occidental de la península de Anatolia. Su nombre aparece siempre incluido en las diversas listas de los Siete Sabios legendarios de Grecia. No se conserva ningún texto suyo ni puede asegurarse que se dignara a dejar algo escrito, aunque se dice que dijo: a) todo está lleno de dioses; b) lo que de antemano rige (=la arkhé, el principio) es el agua.
Pues bien, que «todo está lleno de dioses», dicho por un griego del siglo VI a.0, no puede querer decir que todas las cosas sean partes de una sustancia única llamada «divinidad», ni que el número de redentores de la miseria humana es innumerable; por la sencilla razón de que las nociones de «sustancia», o sustrato permanente de lo variable, y de «redención», o liberación por arte de birlibirloque de la muerte, son totalmente ajenas a la mentalidad griega arcaica. Luego, ateniéndonos a lo que por los textos homéricos sabemos de tal modo de pensar, es probable que Tales quisiera dar a entender que toda cosa (=cada ente, cada uno que es) tiene asignado su dios tutelar, su inmortal propio destinado a guiarla en su llegar a ser lo que debe ser; dicho de otro modo: que ninguna cosa está dejada de la mano de su dios, que cada cosa tiene una relevancia e identidad intrínseca no reducible de suyo a tal o cual tipo de explicación normalizada y uniformadora. Por tanto, que cada cosa es digna de atención por lo que ella misma es y no por su adecuación a tal o cual patrón universal e invariable; de suerte que, en principio, no cabría hablar de un único patrón o dios. Ahora bien, esto no conlleva en modo alguno la negación pura y simple de cualquier instancia soberana, sino antes bien la afirmación de su irreductible diversidad y de su inherente inocencia; o sea, la afirmación de que lo supremo (=el dios o el patrón) consiste precisamente en el dejar que cada cosa siga su patrón propio, cumpla la parte (=lote, destino) que le ha tocado, haga presente la figura (=tipo, alma) que lleva en sí. De ahí que el dicho «todo está lleno de dioses» conlleve el de que «todo tiene un alma» o identidad singular y también el de que «todo tiene su parte en el mismo juego»; tal como decía Heráclito, a quien también se le atribuye esta afirmación de que en cada uno que es se manifiesta un aspecto de la divina o inmortal identidad de lo diverso.
Por otra parte, una vez que se ha reconocido que lo supremo es el dejar ser, el delimitar consistente en la delimitación de cada cosa según su limite propio, el encauzar dejando que cada cosa siga el cauce de su espontáneo discurrir, resulta obvio percatarse que tal modo de ser es cabalmente el modo de ser del agua. En efecto, el ser del agua (léase y entiéndase «agua», no H2O) consiste precisamente en un adecuarse al continente o absorbedor del caso, reafirmándolo en su ser con su humedad y fluidez. De ahí que tampoco carezca de sentido el que Tales afirmase, como más tarde también lo haría Píndaro, que lo supremo es el agua; es decir: que el libre curso de las cosas y el desenvuelto fluir del agua vienen a ser aspectos de la misma espontaneidad soberana, pues tanto lo uno como lo otro consisten en un discurrir que a todo se adecua y a nada se opone, que se ajusta a todo y todo lo ajusta, que no rechaza cosa ni lugar alguno, adaptándose a todo y vivificándolo todo.
A fin de abundar en el único sentido inteligible que cabe asignar al «agua» de Tales, se cita a continuación un decir chino antiguo que probablemente se refiere a eso mismo: «La suprema bondad se parece a la del agua. La bondad del agua a los diez mil seres beneficia sin reñir con ninguno, mientras va a parar al lugar [de abajo] que los hombres aborrecen, por eso es como la [suprema bondad] del dao [=camino del llegar a ser bien]» (Lao Tse; Dao De Jing, 8). Además, cualquier lector castellano sabe, por las coplas de Jorge Manrique, que «nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar, / que es el morir». Versos éstos que obviamente no dicen que las vidas humanas sean de hecho agua, ni que comiencen o terminen de hecho en el agua —por seguir las dos «interpretaciones» mas habituales y ramplonas del dicho de Tales—, sino que exponen una comprensión de la existencia humana entendida cual río que discurre desde el manantial que es el nacer hasta la desembocadura que es el morir. Análogamente, el dicho de Tales de que «todo es agua» sólo puede querer decir que todo es a la manera del ser del agua, no siendo de hecho agua; y, asimismo, que eso que hemos llamado «ser del agua» ha de entenderse tal como eso aparece en la experiencia vital —por tanto, en la de Tales, en la de Manrique y, más o menos contaminada, en la nuestra—, no tal como eso aparece en nuestra moderna experiencia físico-matemática. Por lo mismo, sobra decir que la comprensión de Tales del ser en general como manante agua, o la de Manrique de los seres humanos cual montaraces ríos, es algo propio de un tiempo aristocrático y cualificador, no de un tiempo masificado y descualificador como lo es el nuestro. Un tiempo éste tan bárbaramente sometido a «el tiempo» —o sea, a esa sucesión puramente teorética donde nosotros, los científicos a lo bárbaro, encajamos cualesquiera tiempo como un paso más en el infinito pasar que es la serie matemáticamente uniformada de los instantes, o desfilar de puros unos a través de nada, por nada y para nada— que lo más que cabría decir de nuestras inanes existencias en «el tiempo» es que vienen a ser cual meadas de perros callejeros serpenteando, en solitario o emparejadas, por las mismas cloacas y hacia el mismo albañal.

Alberto del Río Núñez © 2005
Anaximandro (aprox. 610-545 a.0)
Nacido en Mileto. Es el primer pensador del que se conserva un fragmento de texto, el cual traducido al castellano viene a decir: «De donde las cosas nacen, hacia eso perecen, según la necesidad; pues dan justicia y pago unas a otras de la injusticia, según el orden del tiempo».
Una posible interpretación de este texto podría ser la siguiente: el principio de todo no es tal o cual cosa, sino eso previo siempre determinante (luego, nunca determinado) a partir de lo cual nace y hacia lo cual perece cada cosa o ente determinado, según va disponiendo el encadenamiento de la necesidad; de tal modo que el ir naciendo y pereciendo que constituye el ser de cada posible cosa viene a ser un antagonismo consigo misma y con las demás por mantenerse en su ser propio, durante el plazo que le haya sido asignado en el orden del tiempo; persistencia ésta que, por ser una afirmación individual de la cosa en cuestión —y, por tanto, presuponer un «injusto» encubrimiento de la justicia (díke) que es el universal dar/tomar parte que va articulando todo en el mismo universo—, habrá de ser compensada a su debido momento, quedando obligada así la cosa del caso a ceder de nuevo el protagonismo al mostrarse como tal o cual de lo indeterminable mismo.
También se dice que, conforme a la comprensión implícita en el texto citado de lo previo y rector como un eso siempre limitante aunque jamás limitado, Anaximandro caracterizó la arkhé o principio de todo como to ápeiron (=lo ilimitable). Es decir: eso a partir de lo cual y con arreglo a lo cual cada cosa se hace presente no puede ser concebido ello mismo como una cosa presente, sino únicamente como lo siempre supuesto en el aparecer de cualquier posible cosa presente; dicho de otro modo: la arkhé sólo puede com-parecer como lo jamás presente, pero no en el sentido de que sea una cosa que está fuera del hacerse presente (una nada), sino en el sentido de que la arkhé es eso ya supuesto que de modo previo rige el mostrarse de cualesquiera cosa presente.
Por cierto, resulta curioso constatar que una comprensión del ser afín a la de Anaximandro puede detectarse en un párrafo de una novela inglesa del siglo XIX, párrafo éste que se reproduce a continuación por estimarlo una aproximación harto más lúcida al pensar de Anaximandro que todo lo dicho a guisa de comentario en clave puramente teorética: «Dime, hombre blanco [habla un guerrero zulú], el secreto de nuestra vida... ¿a dónde vamos y de dónde venimos? No puedes responderme, no lo sabes. Bien, escucha, yo te lo diré: de la tiniebla venimos, a la tiniebla vamos. Como ave arrastrada de noche por la tormenta, salimos revoloteando desde no sabemos dónde; durante breve rato nos dejamos ver a la luz del fuego y... ¡zas!... de un golpe acabamos volviendo de nuevo hacia no sabemos dónde. La vida de cada uno es nada, la vida de cada uno es todo: es la mano con que mantenemos a distancia la muerte; es la luciérnaga que brilla al anochecer y se apaga al amanecer; es el blanco aliento de los bueyes en invierno; es la sombra que cruza fugaz sobre la hierba y se desvanece al ponerse el sol.» (H. Rider Haggard, Las minas del rey Salomón).
Apuntar por último que, al parecer, Anaximandro expuso asimismo un anticipo o atisbo de la evolución biológica: «Afirma también que en los primeros tiempos el hombre debió nacer de animales con alguna otra figura [distinta de la humana], puesto que los demás animales se procuran enseguida el alimento por sí mismos, pero sólo el hombre requiere una crianza prolongada, de modo que, si en su origen hubiera sido tal como ahora es, no hubiera podido sobrevivir» (Pseudo Plutarco, Miscelánea 2).
Alberto del Río Núñez © 2005
Anaxímenes (muerto hacia el 525 a.0)
Como Tales y Anaximandro era también de Mileto, razón por la cual a los tres primeros pensadores griegos se les viene dando el nombre común de «los milesios».
Según las noticias, Anaxímenes calificó la arkhé como «aire», algo que, al igual que «el agua» de Tales, no puede ser entendido (por puro anacronismo histórico) como la combinación de tales o cuales sustancias matemáticamente definidas según tal o cual fórmula, sino como el aire mismo de la experiencia no teorizada. Aire éste que aparece de modo inmediato como lo que envuelve y abarca todo, a la par que como lo que alienta y anima todo; por tanto, también como arkhé o principio de todo. Téngase en cuenta, por otra parte, que el hecho de haber caracterizado los tres milesios de modo diverso eso que de antemano rige (uno como «agua», otro como «ilimitable» y otro como «aire») no supone que hubiesen de «verlo» como algo diferente; más bien parece tratarse de cualificaciones diversas de algo percibido como lo mismo, aunque considerado desde puntos de vista distintos, tal cual corresponde a personalidades relevantemente diferenciadas. Las noticias dicen también que Anaxímenes describió el ir surgiendo de las cosas como un proceso de «dilatación» y «condensación» a partir de la cosa aire; de tal modo que la dilatación del aire cosificado da lugar al fuego y su progresiva condensación origina la aparición sucesiva de las nubes, el agua, la tierra y las piedras; a partir de estas cosas elementales irían naciendo luego todas las demás cosas.
Adviértase que es lícito suponer, aunque sólo sea por tener la deferencia de tratar a quienes son llamados los «primeros pensadores» como tales y no como una cuadrilla de cuentistas glorificados, que semejante descripción de la generación de las cosas sería considerada por Anaxímenes algo distinto de su determinación previa como «aire» de la arkhé o porqué de todo; dicho esto en el sentido de que no es lo mismo determinar la condición primera del modo de discurrir que se adopta y la exposición de un cierto discurrir sobre las cosas. Suposición que parece venir confirmada por lo que se dice en el único fragmento atribuido a Anaxímenes: «Como nuestra alma [psykhé], siendo aire, nos mantiene en un ser; así también un aliento o aire sujeta el mundo todo»
Donde parece obvio que «el aire» no es entendido como una mera cosa, sino como eso que de antemano gobierna toda posible cosa, o sea, como arkhé. Nótese asimismo que en el dicho citado no se parte de la posición del «yo» como sujeto o supuesto para luego ponerse a decidir sobre el puesto de lo demás (=lo puesto delante del sujeto u objetos), sino que se afirma un «nosotros» para reconocer de seguido la ligazón de eso con el todo del que forma parte y de cuya afirmación se parte. Al hilo de lo dicho, también conviene notar que tildar el pensar griego de «pensamiento objetivador» (o «realista», o «sensualista»...), en oposición al moderno «pensar subjetivador» (o «idealista» o «intelectualista»...), es una supina idiotez, derivada de la aberrante y deformadora actitud consistente en tomar como «objeto de nuestro pensamiento» lo que constituye la raíz del mismo, o al menos la raíz de aquel poquito pensamiento «nuestro» digno de tal nombre.
Alberto del Río Núñez © 2005
Anaxágoras (aprox. 500-428 a.0)
Era natural de Clazómenas, en la región de Jonia (costa occidental de la península de Anatolia). Se estableció en Atenas y fue amigo de Pericles y de Eurípides. Además de ser el primer pensador que enseñó en Atenas, fue también el primero en verse sometido a un proceso por impiedad. Al parecer la acusación estuvo motivada por haber proclamado demasiado alto y a demasiados que el sol era un pedrusco ardiente. Anaxágoras se libró del proceso, así como de sus presumibles consecuencias penosas, huyendo a la chita callando de Atenas.
Las noticias conservadas dicen que a partir de la constatación de que cada cosa se origina a partir de alguna otra y de que nada puede empezar a ser sin que de algún modo ya fuese, Anaxágoras afirmaba que toda cosa está en toda otra, de manera que lo primero de todo es la mezcla indiferenciada de todo en todo, es decir, el puro revoltijo. Tal mezcolanza básica está presente no sólo al comienzo, sino en cada momento y parte del devenir del todo, ya que cada posible parte del todo, por muy grande o pequeña que sea, es un compuesto de todas las demás, siendo sólo el predominio de una u otra parte lo que determina que algo sea tal cosa y no otra; es decir, en tal cosa hay más parte elemental A y en tal otra más parte elemental B, pero tanto en una como en otra están todas las posibles partes elementales. A estas partes elementales las llama Anaxágoras «semillas» (spérmata) y las considera ilimitables en número y en tamaño, pues cualesquiera porción de la mezcla primordial es indefinidamente divisible y expandible; posteriormente Aristóteles a estas «semillas» las llamará «homéomeros» o «partes semejantes», dado que siendo partes son todas semejantes por contener cada una lo mismo.
Según lo dicho, para Anaxágoras toda cosa y suceso puede explicarse de un mismo modo, a saber: como un asociarse o disociarse de los mismos corpúsculos primarios.
«No tienen los griegos una opinión acertada de qué es nacer y perecer. Pues ninguna cosa nace ni perece, sino que, a partir de lo que hay [entiéndase: de la multiplicidad que «en realidad» hay, de las semillas subyacentes], se producen uniones y separaciones, y así, lo correcto sería llamar al nacer ‘unirse’ y al perecer ‘separarse’» (B 17).
Lo cual, a su vez, supone la primera declaración explícitamente prosaica —Empédocles en su fragmento B 8 dice algo similar, pero en un contexto demasiado ambiguo y embrollado— de la conveniencia de una explicación unificada de todo, fundada no en las determinaciones más o menos confusas del decir ordinario ni en las más o menos brillantes del decir poético, sino en la determinación de todo como parte de un mismo conglomerado sometido a un mismo «unirse-separarse» y, por tanto, susceptible de ser objeto de un mismo decir. O dicho en otras palabras, la primera formulación de la noción de «ciencia» en cuanto decir normalizado y normativo acerca de lo que pasa, considerado como un puro «uno y otro y otro....» y, en definitiva, como algo determinable mediante el puro cálculo o puro discernimiento.
El unirse y separarse de lo que «en realidad» hay —y, por tanto, la diferenciación de las cosas que inmediatamente conocemos— es consecuencia de cierto movimiento de rotación, comunicado a la pluralidad subyacente por un segundo principio unitario —también subyacente— que opera como generador de la diversidad patente y que es llamado por Anaxágoras noûs (=discernimiento). El noûs, o unidad que «en realidad» hay, no es mezcla de nada y aunque, de algún modo, actúa sobre los spérmata o ingredientes primordiales no se mezcla con ellos, permaneciendo siempre como lo subyacente puramente activo y diferenciador que mantiene en continuo movimiento de transformación la pura pasividad que es el conglomerado o masa subyacente: «Lo que es patente es manifestación de lo que es subyacente» (B 21a).
Alberto del Río Núñez © 2005
Heráclito (entre el siglo VI y el V a.0)
Nacido en Efeso, ciudad griega de la Jonia o costa occidental de la península de Anatolia. Desde antiguo se le aplica el sobrenombre de «el Oscuro» por la dificultad de interpretar sus lapidarias sentencias, expuestas cual mensajes dictados por algún dios y en su mismo estilo: «El señor del oráculo que está en Delfos ni dice ni oculta, se limita a señalar» (B 93).
Escribió un texto en prosa jónica del que se conservan unos 130 fragmentos, ordenados de diversa manera según los distintos recopiladores. Si bien el tono de tales fragmentos es el de una personalidad fuertemente marcada y segura de sí que va desarrollando desde diversas perspectivas un único pensamiento tan unitario como cabal, el problema para cualquier posible intérprete de Heráclito es precisamente el de recomponer esa originaria unidad de pensamiento a partir de la fragmentación y desconexión de los textos heracliteos tal como nos han sido transmitidos. Tarea ésta seguramente imposible, pues para llevarla a cabo se requeriría tener las mismísimas entendederas del autor de los fragmentos, lo cual no parece estar al alcance de ningún otro mortal distinto del propio Heráclito. Aunque lo cierto es que esta misma objeción sobre la validez de las interpretaciones al uso podría aplicarse a todos y cada uno de los pensadores griegos anteriores a Platón; de cuyo pensamiento bien puede decirse, no ya que se pierde en la «noche de los tiempos», sino con mayor exactitud que suele quedar eclipsado como pensamiento de verdad en la más oscura tiniebla que es la mediocridad intelectual del expositor del caso, donde todo pensamiento de la Antigüedad suele ser cegatamente visto como un balbuceo incomprensible de alguna verdad irrefutable establecida por la incuestionable ciencia de la Modernidad.
A tenor de lo dicho, el paso siguiente en una presentación rigurosa de Heráclito, así como del resto de pensadores presocráticos de quienes se conserva un número de fragmentos relativamente considerable, debería ser empezar por dar una exposición pormenorizada y filológica (o sea, fiel a la voz del lógos griego) de las palabras clave incluidas en esos fragmentos, tales como lógos, phýsis, kósmos, alétheia, dóxa... Sin embargo, por no hacer de esta breve evocación de los orígenes de «nuestro pensamiento» el cuento de nunca acabar y por las muchas limitaciones intelectuales de quien suscribe, se ha optado por dejar que sea el propio contexto de los fragmentos citados el que señale hacia el sentido de tan escurridizas palabras. Un sentido que sólo puede ser comprendido desde el aquí y ahora asumiendo la diferencia entre lo griego y lo moderno precisamente como diferencia, o confrontación donde cada parte se afirma en su lógos o decirse propio a través de su diálogo con la otra parte; no como una escisión «superable» en una fatídica progresión hacia una «unidad conciliadora», ni como una desavenencia «anulable» mediante una voluntarista regresión hasta el «olvidado y perdido origen». Además, es claro que esa manía tan típica del «espíritu alemán» de ponerse a «superar» o «anular» las diferencias, en aras de la realización de un «destino universal» o de una «tarea trascendental», sólo puede desembocar en la uniformidad y el totalitarismo característicos de esas dos formas extremas de barbarie tecnificada que son la dictadura del «partido del proletariado» o la del «partido de la nación»; hechas posible, sarcásticamente, por los mismos que pretendieron ser «los griegos de la Edad Moderna». Aunque a la vista del hecho de que el «gobierno ideal» de las sociedades industriales modernas es la tecnocracia parlamentaria o «democracia a lo anglosajón», cabe sospechar si al fin y al cabo la Modernidad no es sino la realización de la barbarie tecnocrática disfrazada de «amor a la Razón», tal como la Edad Media fue la realización de la barbarie teocrática bajo la máscara del «amor a Dios».
La palabra «barbarie» se usa aquí en su sentido etimológico de «lo propio del bárbaro o extranjero» para designar un modo de ser ―uno de cuyos primeros momentos es personificado y dramatizado por el Extranjero del Sofista― caracterizado por su extrañamiento o desarraigo respecto de su ser originario y auténtico; no como designación de un estado salvaje definido como tal por su contraste con otro presuntamente civilizado, que en el caso presente sería el modo de ser griego o el romano. Cualquiera que se haya tomado la molestia de leer a un Tucídides o a un Suetonio sabrá que los «políticos» griegos y los «urbanizados» romanos podían alcanzar cotas de salvajismo inasumibles por cualesquiera tribu de las habitualmente llamadas «salvajes». Aunque es asimismo obvio que hacer el salvaje con espadas y lanzas o con la tecnología militar moderna no son dos modos de hacer lo mismo, sino que lo segundo viene a ser el salto demencial desde la brutalidad instintiva hasta la brutalidad conscientemente planificada, esto es: el extrañamiento absoluto de ese imperativo reconocido en nuestros orígenes de obrar conforme al lógos o decir-se con fundamento, no según el dictado de tal o cual cosa puesta como sujeto de un decir verdaderamente verdadero, llámese el «decir ideal» o la «revelación cristiana» o el «conocimiento científico»: «Escuchando no a mí, sino al lógos, tiene lugar acuerdo y, por tanto, saber que a una es todo» (Heráclito, B 50). En definitiva, la barbarie viene a ser el correlato práctico de ese particular tipo de discurso teórico, pretendidamente «suprahistórico», conocido como «metafísica» o sistema de enunciados más o menos inteligibles sobre cierta cosa (la cosa «ideal», la cosa «dios», la cosa «yo» en sus diversas modalidades: «yo conozco», «yo decido», «yo compro y vendo»...) puesta «más allá» de las otras cosas a manera de su causa. Dicho al estilo de Heráclito: la metafísica es la tiranía de la teoría sobre el lógos, como la barbarie lo es del artificio y el disparate sobre la phýsis o kósmos. Es de notar también que al ser la metafísica, en cuanto fijación de una cierta nada como lo supremo, un nihilismo enmascarado, lo que en sí misma conlleva es el desencubrimiento de su propia inanidad y el subsiguiente imperio de la nada pura y dura; pues, como bien dijo Píndaro, el tiempo es justo eso cuyo paso va poniendo al descubierto la verdad de todo, incluso de lo más trascendentalmente disfrazado. De ahí que el remate de nuestra barbarie no pueda ser ni el «regreso a la autenticidad» ni tampoco el «progreso hacia la racionalidad» —tal como aún vaticinan algunos remediadores de la cacareada «pérdida de valores de la civilización occidental»—, sino precisamente eso que tenemos delante de nuestras narices, a saber: la generalización a escala planetaria del llamado «pensamiento único», o pensar en nada... salvo en el provecho propio, y la de su correspondiente «conducta única» que es el pancismo, o sumisión aborregada al mandamás de turno. Además, ¿cómo leches pueden seguir parloteando sobre la «pérdida de valores» de una «civilización» cuyos únicos valores siguen cotizándose en las Bolsas con inalterable pujanza? El descenso de las reservas de petróleo por debajo de sus niveles críticos... eso sí que señalará el comienzo de la auténtica pérdida de valores de nuestro modo de malvivir basado en el bien trapichear, no los aspavientos retóricos de los augures del espíritu. Suponiendo, claro está, que la acumulación en los mercados laborales de hordas crecientes de bárbaros educados —para someterse sin rechistar al mecanismo de generar plusvalía en beneficio de unos cuantos mangantes— no les lleve a reconocer su condición común de parias sin valores y a hacer suyo el único quehacer «de valor» —luego, tan incómodo como peligroso— que aún queda: empujar a patadas la esfera de dominio de los mercachifles a fin de que caiga más deprisa. Dicho de otro modo: la sublevación de los «proletarios» de Marx o de los «últimos hombres» de Nietzsche no es ni forzosa ni inevitable, pero seguirá siendo en todo momento la única opción de valía y el único origen de nuevos valores para las pocas o interminables generaciones de hombres sin valores que se sucedan a partir de la pérdida de todo valor metafísico.
Volviendo a nuestro tema, si el lector tardomoderno al toparse, por ejemplo, con las palabras griegas alétheia y lógos las remite automáticamente a eso que nosotros llamamos «verdad» y «razón», es obvio que acabará o no entendiendo nada o contándose otra historieta de las suyas, tal como le ocurre al Extranjero en el pasaje del Sofista reproducido en la portada; pues lo que nosotros llamamos «verdad» o «razón» viene a ser ese artificio teórico indiscutible o esa sinrazón glorificada que nos permite escaquearnos del ser de verdad y con fundamento, es decir: de eso mismo que designan de suyo las palabras griegas alétheia y lógos. Con lo dicho no se pretende remachar el tópico de que los modernos seamos menos espabilados intelectualmente ni más depravados moralmente que nuestros antepasados, lo único que se pretende es dar a entender que la autenticidad y originalidad es siempre patrimonio exclusivo de la espontaneidad de los orígenes; incluido ese origen nuestro más próximo que son las egocéntricas reflexiones de Descartes, expuestas, por cierto, en el mismo tono de apabullante veracidad que se detecta en los textos de los primeros pensadores griegos. En consecuencia, parece tan claro como distinto que, para quienes nos creemos «estar ya de vuelta de todo», la única manera de hacernos presente cualesquiera origen sólo puede ser la de volver nuestra atención hacia eso que a cada paso ya hemos dejado bien abajo de nuestros mejor o peor asentados troncos, pero que sigue constituyendo la raíz originaria y genuina del brotar que es nuestra existencia; eso por lo que griegos y modernos, cada cual a su manera, existimos como hombres y no como santas plantas o desvergonzados animales; eso «uno y lo mismo» que se desvela en el asumir que unos y otros somos a una por cuanto nos sabemos sujetos a la primaria, incuestionable e insuperable evidencia que es la muerte. O dicho en nuestra jerga mercantilista: por sabernos copartícipes, con intereses tan propios como diferenciados, en esa empresa primordial o proyecto capital donde la muerte es nuestra patrona común y el ir muriendo nuestro negocio común.
«Muerte es cuanto vemos despiertos; cuanto vemos durmiendo, ensueño» (B 21)
«Uno, sobre cualquier cosa, eligen los mejores: el fulgor inextinguible de lo mortal; la multitud, en cambio, está atiborrada, tal que ganado» (B 29)
En fin, como uno reconoce de entrada la mucha parquedad de su propio intelecto tardomoderno, se limitará a glosar muy de pasada unos pocos fragmentos de Heráclito, más que nada para transmitir un tenue eco de la singular manera de decir de quien definió su quehacer como un bucear en su ser propio, asumido a la vez como un ser a una con lo demás: «Me he buscado a mí mismo» (B 101) «Es preciso seguir lo común; mas siendo el lógos [=el decirse uno donde cada uno se dice] común, la multitud vive como si cada cual discurriese por su cuenta» (B 2). Los dos primeros fragmentos escogidos caracterizan eso que suele llamarse «el acontecer» o «el devenir» como una implacable batalla dirigida a su capricho por un inocente niño, o sea, por algo a lo que jamás podría pedirse que rindiera cuentas de su hacer y deshacer: «El combate [pólemos] es padre de todo, de todo es rey: a unos hace aparecer como dioses, a otros como hombres; a unos hace esclavos, a otros libres» (B 53).
«En cada ocasión [aión] un niño juega a mover sus peones, de un niño es el mando» (B 52).
Los dos fragmentos siguientes presentan eso que suele llamarse «el todo» o «el mundo» cual una autoalumbrante disposición (entendiendo el término «alumbrar» en sus dos sentidos de «brillar/engendrar») sin otro por qué ni para qué salvo su mismísimo ser siempre así: «Como polvo esparcido al azar es el mundo [kósmos]: el más bello» (B 124).
«Este mundo [kósmos], para todo el mismo, ninguno de los dioses ni de los hombres lo hizo, sino que era y es y será fuego siempre avivado, encendiéndose según medida y apagándose según medida» (B 30).
La palabra griega kósmos, cuya traducción habitual es «mundo», abarca el doble sentido de «orden, articulación» y de «lustre, brillo», de modo que su significado íntegro sería el de «lucimiento o manifestación de cada cosa en su sitio». Pues bien, decir de esa manifestación o lucimiento que a cada momento es el mundo que es «el más bello» (=lustroso, brillante), no supone ni conlleva afirmar que todas sus partes sean igualmente bellas, ni tampoco que cada una de ellas sea algo bello. Por un lado, puesto que por sentido común ninguna cosa puede darse fuera del mundo —pues es «para todo el mismo»—, la afirmación de que el mundo es lo más bello resulta ser una sublime perogrullada que no hace sino reconocer la imposibilidad de cualquier elemento de comparación. Por otro lado, tal afirmación es perfectamente compatible con el reconocimiento de que alguna de las partes de «lo más bello» pueda ser un inmundo rincón lleno de mierda, como viene siendo el caso de esa partecilla del mundo que es el «mundo humano»; mierdecilla ésta tan indecente como para sublimar su propia miseria proyectándola sobre «otro mundo» y tan arrogante como para creerse remate de la «creación a partir de la nada» atribuida a cierto personaje impresentable. Aunque, para ser justos, conviene notar que en el mundo histórico de Heráclito todavía quedaba la sensatez y decencia suficientes como para que la mayoría de quienes son tales por saberse mortales tuviese el coraje de asumir el reverso terrible de su existencia, sin recurrir a «promesas de salvación» y sin admitir otra «revelación» salvo la del mundo mismo. Sobra también decir que ni al griego antiguo más tarado podría ocurrírsele tomar como fundamento de su discurrir teórico o práctico el despropósito de que «el lógos se hizo carne» (Juan; 1, 14) —o la versión «científica» de esa misma estupidez: el lógos se hizo materia en el espacio y el tiempo—, antes que nada porque la palabra griega lógos, para cualquiera de sus hablantes originarios, designaba el decir de verdad o manifestación de lo que aparece tal cual aparece, no una capacidad humana usada para enmascarar como «razón soberana» o cimiento inamovible de todo las particulares condiciones de dominio de determinado tipejo histórico, ya sea el sacerdote o el militar o el mercader científico moderno.
Aunque el cristianismo, a semejanza de la zorra de las fábulas, gusta presentarse como la «doctrina del amor» —pese a que toda su historia viene a ser la práctica sistemática del terror a nivel físico y psíquico— lo que en rigor define a sus creyentes es la prepotencia y la chulería de saltarse a la brava los límites del recto discurrir para zambullirse a ciegas en el turbio remolino del «más allá», abrazados al dudoso salvavidas de su fe en el puro disparate. En efecto, ponerse a creer que «el lógos se ha hecho hombre» no es sino darse a creer que el decir de verdad o condición de posibilidad de todo decir verdadero es... el hecho de haber existido cierto fulano; de suerte que cualesquiera dicho verdadero, desde el «2+2=4» hasta el «hoy llueve en Bilbao», es verdadero no por su manifiesta evidencia, sino a partir de la ciega creencia de que el susodicho fulano es hijo del dios que resucita en la «otra vida» a sus hijos elegidos, o sea, del único dios que «en realidad» salva de la muerte. Y así, a partir del cristianismo, la distinción entre lo que «es en apariencia» y lo que «es en realidad» —surgida de un primer alejamiento de ese lógos, uno para todo, que aún resuena en Heráclito— deja de ser algo que se da dentro del mundo para transformarse en oposición entre lo mundano y lo ultramundano, entre las proclamadas accidentales criaturas y su creídamente necesario creador. En suma: una vez puesto el sinsentido como lo supremo, todo es declarado falto de sentido... salvo la creencia de que el sinsentido es principio de todo. Si para los griegos antiguos el hombre a secas, en cuanto mortal que sabe decir, es medida de todas las cosas, en el sentido de que es ese mortal al que le incumbe reconocer el lógos o decirse propio de cada cosa; para el cristianismo es el hombre investido de sa-cerdote y los dichos por él sancionados lo que constituye el lecho de Procusto al que ha de ajustarse, por las buenas o las malas, toda posible cosa, incluida la serie de hechos que conforman la creencia de su rebaño de fieles; cuya muy interesada fe en la burrada de que el lógos se ha hecho carne prometedora de salvación, acaba siendo transmutada por sus aun más interesados pastores en la burrada todavía más disparatada de que el lógos es en realidad el discurso infalible de su sumo sacerdote. Adviértase que esta dinámica de amalgamar el culto al fundador con el culto a su representante máximo no es privativa del cristianismo, sino que, por ser inherente a toda creencia mesiánica, se manifiesta en el decurso histórico de cualesquiera secta de creyentes en algún «más allá» salvador; tal como lo demuestra la actuación de los movimientos políticos fundados en la creencia de que lo que verdaderamente salva y libera es la ciencia moderna, o lógos hecho cálculo al servicio de la interminable (o sostenible, como ahora gustan decir los técnicos en la materia) expoliación del trabajo humano.
Respecto a la afirmación de que el manifestarse del mundo es «fuego» que se enciende y se apaga «según medida», ello no significa que el mundo esté unas veces encendido y otras apagado —pues se ha dicho antes claramente que tal «fuego» es «siempre avivado»—, sino que su encenderse y apagarse acontece siempre dentro de ciertos límites, sean cuales fueren. Es decir: que este ahí —por ejemplo, tal o cual sistema solar; tal o cual sistema vital, del más minúsculo al más mayúsculo— permanece «ardiendo» desde este momento hasta este otro, mientras que ese ahí persiste «ardiendo» desde ese momento hasta ese otro; momentos que, por ser determinaciones de cierto intervalo de lumbre o claridad, sólo pueden ser entendidos como límites entre los que se mantiene cada llamarada o clarear del mismo «fuego», no como unidades de un continuo temporal indefinido. Además, como resulta evidente que ni el mundo en su conjunto ni cada una de sus partes en particular es una fogata o un incendio, en el sentido ordinario de tales términos, hay que concluir que «el fuego» de Heráclito sólo puede ser entendido ateniéndose al sentido que el propio pensador indica, a saber: como designación del ser o mostrarse cual alumbramiento que a cada momento se alumbra a sí mismo, clareando de un lado a otro ese entorno que todo lo abarca y manifestando su eclosión ora aquí ora allí, según la medida que es la capacidad de la cosa del caso de mantenerse prendida en su ser propio.
Finalmente se menciona el que, con harta probabilidad de acierto, viene a ser el dicho de toda la historia del pensar más lúcido y concluyente acerca de nuestra tan enigmática como ineludible condición de mortales: «A los hombres les aguarda, al quedar muertos, lo que no les es dado esperar ni figurarse» (B 27).
Alberto del Río Núñez © 2005
Parménides (entre el siglo VI y el V a.0)
Era de Elea, ciudad griega del sur de Italia. Escribió un poema en versos del mismo tipo que los de Homero y Hesíodo del que se han conservado algunos fragmentos.
El poema expone el decir de cierta diosa (de la cual no se da ninguna otra seña de identidad) a un joven que, tras haberse apartado de la siempre oscurecida «vía pública de los hombres», acaba llegando a la luminosa morada de «la diosa» montado en un carro conducido por «las hijas del sol». El decir de la hospitalaria divinidad está dividido en dos partes claramente señalizadas, a la manera de las dos vías o caminos de una ruta de doble dirección: la primera se ocupa del ser en sí mismo; la segunda trata de lo que es, o sea, de eso cuyo ser consiste en ser tal o cual cosa. Dicho de otro modo: la primera parte del discurso de la diosa de Parménides expone lo que en verdad puede y no puede pensarse del ser o aparecer cuyo darse es previo al darse de cualquier posible cosa, mientras que la segunda parte presenta un determinado parecer acerca de las cosas que ya se dan en cierto ser o aparecer.
En consecuencia, a la vista de los fragmentos que nos han llegado, de Parménides puede decirse que es el primer pensador en cuyo texto se haya perfilada con toda nitidez la distinción entre lo que es ser cosa y lo que, por ser sólo ser, no es ser cosa alguna: «Diré, tú escucha y guarda mis palabras, qué únicos caminos de búsqueda cabe pensar. El uno: que es y que no es no-ser [no-ser = ser lo otro que puro ser], es el camino de la convicción, pues sigue a la verdad; el otro: que no es y que no-ser es preciso; éste te hago saber que es un sendero donde no puede haber convicción alguna, pues no podrás conocer [de verdad] el no-ser —no es, en efecto, cumplible [=no puede conocerse de verdad o con fundamento lo desligado de la verdad o fundamento]— ni podrás darlo a conocer [de verdad]» (B 2).
Alternativa ésta entre verdad (a-létheia = arrancarse al olvido) y parecer (dóxa) que es la cuestión de fondo de cualquier pensamiento merecedor de tal nombre, a la vez que la marca diferenciadora entre el firme pensar con fundamento y el fluctuante figurarse algún relato sobre lo que pasa o deja de pasar en algún ámbito de cosas. Modo de proceder éste último caracterizado por la diosa como: «El que se figuran los mortales que nada saben con fundamento, los de doble cabeza; pues en sus pechos la ausencia de recursos dirige un pensar errante, así que son llevados sordos y ciegos a la vez, estupefactos, tropel sin discernimiento, para quienes el ser y el no ser vale como lo mismo y como no lo mismo, siendo su marcha un dar vueltas sobre sus propios pasos» (B 6).
El pensador, en cambio, ha de percatarse tanto del camino que como pensador va des-cubriendo como del que a cada paso va dejando a un lado: «Es preciso que te percates de todo: tanto del corazón sin temblor de la redonda verdad, como de los pareceres de los mortales, en los que no hay verdadera solidez» (B 1). «Pues lo mismo es pensar y ser» (B 3) [a saber: un a cada paso tomar partido por «la verdad», reconocida como a-létheia o des-ocultación de abajo arriba y de un lado a otro a partir de la siempre latente no-presencia de lo tan impenetrable como terrible]
Respecto a lo que la diosa dice del ser, se reduce a excluir de ello tanto la mera ausencia de ser como todo atributo propio de las cosas que son, en especial cualquier empezar a ser y dejar de ser: «Queda un sólo decir del camino [por el que discurre rectamente el que va pensando y, por tanto, dejando de lado el tortuoso camino del figurarse]: que es. Sobre ese camino hay múltiples señales: que, siendo no nacido, es también no perecedero, pues es de miembros intactos [=inviolable] y sin temblor [=invariable] y bien acabado [=completo]; nunca llegó ni llegará a ser, puesto que es ahora todo a la vez, uno, constante [=sin ser más o ser menos]. Pues ¿qué nacimiento de él buscarás?, ¿cómo y de qué ha crecido? No te permitiré decir ni pensar que de no-ser [=de ser lo otro que puro ser], pues ni decir se puede ni pensar que no es; y ¿que necesidad antes o después lo habría empujado, partiendo de la nada [=del puro no ser], a ser? Así, es preciso que o sea de modo pleno o no sea de ningún modo. Nunca la fortaleza de la convicción dejará que de no ser [=de lo que de alguna manera no es, bien sea lo que ora es y ora no es o lo que no es en absoluto] llegue a ser algo aparte de eso mismo; por ello ni que nazca ni que perezca deja la Justicia, soltando sus lazos, sino que lo retiene» (B 8).
En la parte del poema referida a lo que es se expone el orden de las cosas, figurándoselo a partir de la oposición de la pareja de contrarios «fuego» (a veces llamado «luz») y «noche»; o dicho en términos más generales, a partir de la contraposición entre lo que es patente y lo que es subyacente: «Aquí pongo término a mi seguro discurrir y pensar acerca de la verdad; a partir de aquí aprende los pareceres de que se nutren los mortales, oyendo el orden engañoso de mis palabras [engañoso no por ser falso, sino por ser un orden de dichos sin mención de su principio de ordenación]. Pues han convenido en nombrar dos formas, de las cuales una no es preciso [=no debe ser afirmada], por lo cual andan errantes. Han distinguido así partes contrarias y han puesto las señales unas fuera de otras: aquí el fuego etéreo de la llama, que es favorable, ligero, lo mismo consigo mismo en toda ocasión y no lo mismo que lo otro; y enfrente han puesto también aquello otro en sí mismo: la noche sin conocimiento, cuerpo denso y compacto. Toda la disposición aparente yo te muestro, para que nunca una sentencia de los mortales te deje atrás» (B 8).
En cuanto a lo que aún siguen contando muchos filosofantes al perorar sobre Parménides —a saber: que este pensador habría negado la pluralidad y el movimiento, cerrando así el paso al desarrollo de la ciencia física y limitando el conocimiento humano al perogrullesco decir que lo que es es y lo que no es no es—, se trata de una historieta tan tonta y simplona que el mero ponerse a discutirla casi le descalifica a uno como bicho ocasionalmente pensante, pues «la lengua debería estar atada siempre al seso». Un dicho éste de la sapientísima Celestina que sintetiza a la perfección el sentido último de todo el poema de Parménides.
Alberto del Río Núñez © 2005
Zenón (aprox. 490-430 a.0)
Era de Elea, al igual que Parménides, motivo por el cual tradicionalmente viene considerándosele discípulo suyo, aunque lo que se sabe de él no autoriza a establecer otra relación con Parménides salvo la de ser paisanos.
En efecto, por lo que puede colegirse de los planteamientos argumentativos de Zenón, la cuestión que está en la base de su discurrir no sería ya la alternativa fundamental entre verdad/parecer o ser/no-ser, sino más bien esa otra oposición marcada por Parménides en el ámbito del parecer o no-ser entre lo que es patente y lo que es subyacente; de suerte que el sentido general de los argumentos de Zenón vendría a ser el de mostrar el «orden engañoso» propio del mero parecer. Esto parece indicar un perder de vista la andadura de doble sentido señalizada por Parménides para limitarse a transitar por la vía del ponerse a discutir lo que las cosas son o no son, sin atender a eso uno y lo mismo cuya abertura primaria hace posible que alguna cosa en general sea. Y así, en los argumentos de Zenón se observa una tendencia a mostrar la fragmentación de lo que es patente para dejar ver su falta de consistencia, pero sin preocuparse por indagar a qué obedece esa ausencia de articulación que es constatada. De hecho todos los pensadores griegos posteriores a Heráclito y Parménides parten de esa vivencia de la dispersión de lo que es patente para acabar o bien negando toda cohesión o bien remitiéndola a lo que es subyacente; proceso éste que culmina en Platón, donde comienza a despuntar una remisión del sentido del ser no ya desde lo patente a lo subyacente (o dicho en sus términos, desde lo sensible a lo inteligible), sino enfilado hacia el puro desarraigo de lo puesto más allá de cualquier posible presente. Pero, en fin, eso es anticipar otra historia distinta de la griega.
Lo que sí conviene tener claro en este momento crítico de la historia griega —cuya caracterización más precisa tal vez sea la de una pérdida de contacto con lo terrible y a la par sublime que es condición previa de toda existencia vívidamente entusiasta, entendido esto último en su sentido etimológico de en-theos o ser llevado por algo en verdad divino— es que hasta Heráclito y Parménides el fundamento o principio no es entendido como lo que es subyacente, sino como el fondo de suyo insondable del que brota esa abertura o «mostrarse como» o «de-limitación» donde adquiere su límite o parte todo cuanto es, bien sea lo que es patente o lo que es subyacente. A partir de Zenón —en el plano del pensamiento, en el de la política el corte del que hablamos se dará entre un Pericles y un Alcibíades; en el de la poesía, entre un Sófocles y un Eurípides—, el punto de partida será la ausencia de fundamento o principio y la consiguiente búsqueda entre lo que ya es de la cosa o conjunto de cosas que pueda valer como soporte inalterable de la desarticulación inmediatamente experimentada. Una búsqueda cuyo primer paso obligado es el dado por Zenón en sus argumentos, a saber: hacer notar la diferencia entre lo que «es en realidad» o tiene «más ser» (=lo permanente) y lo que «es en apariencia» o tiene «menos ser» (=lo cambiante).
Algunos de los argumentos de Zenón de Elea, orientados a dejar ver la inconsistencia de la comprensión ordinaria y corriente de la noción «pluralidad» y de la noción «desplazamiento», aparecen mencionados por Aristóteles en su Física. El más famoso es el de Aquiles y la tortuga, cuyo desarrollo viene a ser el siguiente: Aquiles parte con velocidad constante en persecución de una tortuga que se desplaza a su paso propio con velocidad asimismo constante. Si nos da por suponer que la velocidad de Aquiles es 1000 veces mayor que la de la tortuga y que la distancia que separa en un principio a Aquiles de la tortuga es de 1000 metros, ocurrirá que cuando Aquiles recorra la distancia que inicialmente le separaba de la tortuga, ésta habrá avanzado un metro más, de modo que Aquiles deberá recorrer esa nueva distancia para alcanzar a la tortuga; pero mientras el de los pies ligeros recorre esa distancia, la tortuga habrá ido avanzando un milímetro más, y así sucesivamente. Luego, si se supone que una distancia es una yuxtaposición de ilimitados trechos copresentes, resulta que Aquiles deberá recorrer una serie de infinitas distancias para alcanzar a la tortuga, lo que equivale a decir que no la alcanzará jamás, porque una serie infinita no acaba nunca. Adviértase que en el siglo V a.0 no había aún profesores o manuales de filosofía y que ni al dialéctico griego más bobo —y Zenón pasa por ser el inventor de «la dialéctica», entendida como discurrir peleón o argumentación crítica sobre la consistencia e inconsistencia de alguna tesis dada— se le ocurriría ponerse a demostrar que «el desplazamiento no acontece», que «todo está quieto» o que «las tortugas no pueden ser alcanzadas por un corredor de élite». Así que es de suponer que el propósito inmediato de los argumentos de Zenón —al margen de que él mismo fuera consciente de su sentido profundo como expresión de la dicotomía entre lo que «es en realidad» y lo que «es en apariencia»— fuera el de darse el gusto de poner patas arriba aquello que a sus coetáneos podía parecerles más incuestionable y al margen de cualquier crítica, en resumidas cuentas: el de entregarse, a su paradójico modo, al vicio de pensar.
Alberto del Río Núñez © 2005
Empédocles (aprox. 480-430 a.0)
Nació en la ciudad siciliana y helenizada de Acragante, más conocida por su nombre romano de Agrigento. Se han conservado bastantes fragmentos de dos de sus poemas, titulados «Sobre la Naturaleza» y «Purificaciones», de los que ya Aristóteles decía que tenían más de obras poéticas —en su opinión, propias de alguien que escribía en verso por no tener nada que decir— que de textos de pensamiento. Aunque bueno será advertir que en la Grecia del siglo V a.0 aún no se daba —o mejor, estaba empezando a darse— la distinción entre textos poéticos y textos de otros géneros literarios, como puedan serlo los de pensamiento o los de religiosidad; hasta el punto de que puede afirmarse que hay más pensamiento en los textos ahora calificados como «poéticos» de Píndaro, de Esquilo o de Sófocles, que en todos los escritos y noticias conservados de los ahora llamados «pensadores presocráticos». En cualquier caso, lo cierto es que los dos poemas de Empédocles están expuestos y organizados como sendos relatos sobre el acontecer de las cosas en general.
Según Empédocles, el todo es algo en perpetuo movimiento que ora pasa de ser uno a ser múltiple por obra de «la discordia» (neîkos), para pasar, luego de agotada toda posible diversidad, de ser múltiple a ser uno por el influjo de «la amistad» (philía). Durante el curso de este incesante movimiento de ida y vuelta —regido, como se acaba de decir, por la discordia y la amistad, o sea, por las dos fuerzas primordiales que tienden a separar y a unir—, van naciendo y pereciendo sucesivos mundos o troncos de cosas a partir de la asociación y disociación de cuatro «raíces» (rizómata) o partes subyacentes, las cuales son designadas por Empédocles con el nombre de un cuerpo o de un dios, a saber: fuego (Zeus), aire (Hera), tierra (Edoneo, nombre alternativo de Hades) y agua (Nestis, divinidad fluvial siciliana).
Cualquier aficionado a la física de ficción advertirá que el relato de Empédocles tiene bastantes puntos en común con las figuraciones ultramodernas sobre la historia del mundo. Similitud que salta a la vista si en el esbozo dado se reemplaza «discordia» por «Big Bang» o «Gran Expansión», «amistad» por «Big Crunch» o «Gran Compresión», y las cuatro «raíces» elementales de Empédocles por los cuatro elementos químicos que se suponen básicos: helio, hidrógeno, carbono y oxígeno. Sobra decir que con esto no se pretende incluir al bueno de Empédocles entre los precursores de la física más modernista, simplemente se trata de apuntar que, como demasiado bien saben los novelistas, puestos a contar historias no hay ninguna que no haya sido ya contada.
La leyenda —en este caso bastante inverosímil, nacida probablemente de la animadversión hacia los ejercicios intelectuales que surge en las ciudades griegas con la aparición de los sofistas— presenta a Empédocles como una combinación caricaturesca de mago y de profeta que acabó arrojándose vivo al volcán Etna, con la fatua intención de hacer creer a sus conciudadanos en una desaparición sobrenatural de su presuntamente divina persona; en suma: como un Jesucristo avant la lettre. También se cuenta que el ecuánime volcán expulsó al poco tiempo una de sus sandalias, descubriendo así la patraña del supuesto milagro. Conclusión ésta que, una vez más, muestra que en el combate por el ser que rige el mundo de los griegos antiguos lo natural acaba siempre imponiéndose sobre cualquier desmandada «sobrenaturalidad»; o sea, justo lo contrario de lo que pasará en la cristiana Edad Media y luego en nuestra científica Edad Moderna, donde el dios que es «el dios» y, tras él, «el discurso» que es el discurso matemático impondrán sucesivamente su desmadrada tiranía a todas y cada una de las cosas de este mundo. Un mundo cuyo pasar será visto, por la mera asunción de tales principios del ser, no ya como un combatir de palabra o de obra por reafirmar el tipo propio, sino ora como procesión de criaturas pecadoras a través de un «valle de lágrimas» ora como desfile de uniformados unos a través de un «desierto infinito».
Alberto del Río Núñez © 2005
Pitágoras (aprox. 570-495 a.0)
Nació en la isla de Samos, situada frente a la costa de Jonia, desde donde emigró cuando tenía unos cuarenta años al sur de Italia. Allí fundó varias comunidades de discípulos con un modo de vida peculiar basado en la adquisición de cierto saber (cuya divulgación a los no iniciados estaba estrictamente prohibida) y en la realización de prácticas purificatorias tendentes a liberar el alma del cuerpo. No nos ha llegado ningún texto que pueda ser atribuido inequívocamente al propio Pitágoras. Lo cierto es que Pitágoras pronto pasó a ser una figura divinizada que era objeto de adoración por parte de sus seguidores, hasta el punto de que cualquier tesis adoptada por la comunidad en su conjunto era atribuida indefectiblemente al fundador, acompañada de la fórmula: «Él lo ha dicho».
Lo primero que salta a la vista en las referencias al pitagorismo hechas en textos antiguos es el aparecer presentado como una amalgama de lo que nosotros llamaríamos tesis metafísicas, matemáticas, religiosas, éticas e incluso políticas, pues los pitagóricos ejercieron bastante influencia política en muchas ciudades griegas del sur de Italia. De este batiburrillo ideológico suele entresacarse como específicamente pitagórico lo referido al alma y a los números.
Respecto a lo primero se menciona como algo propio de los pitagóricos lo siguiente: que el alma es del linaje de los dioses y, por tanto, que es inmortal y su morada propia es el cielo; que su existencia aquí abajo es consecuencia de una caída desde su lugar originario, al que sólo podrá retornar tras purgarse de toda la impureza que haya adquirido por su contacto con la indecente tierra; que tal purificación (kátharsis) se realiza gradualmente pasando el alma del caso de un cuerpo viviente a otro, a partir de lo que ella misma vaya decidiendo desde la «prisión» o «sepulcro» que es cada cuerpo, decisión que a su vez dependerá del grado de pureza que haya logrado alcanzar; finalmente que, puesto que el número de almas (sean divinas o impuras) permanece constante, las combinaciones de hechos que pueden originar habrán de ser finitas, de manera que, transcurrido el tiempo correspondiente a tal suceder finito, cada suceso ha de volver a ocurrir de nuevo. Ahora bien, el caso es que todo lo dicho puede atribuirse también al movimiento religioso de tipo mistérico más importante de la época, el llamado «orfismo», así que no está nada claro dónde pueda quedar la línea divisoria entre los pitagóricos y los órficos. A no ser que se adopte como marca distintiva de los pitagóricos la interminable retahíla de obligaciones y prohibiciones a que estaban sometidos, desde la comprensible de no poder matar animales ni comer su carne (dado que todo animal por ser viviente tiene un alma y, por tanto, es un «hermano» aún no liberado de su miseria corpórea) hasta la más enigmática de no poder comer habas y sí, en cambio, otros vegetales... pese al hecho obvio de que siendo las plantas asimismo seres vivos también habrían de ser consideradas «hermanas».
Más genuinamente pitagórico parece ser su doctrina de los números, aunque el problema aquí reside en dilucidar de qué va exactamente la tal doctrina, dado el secretismo con el que era mantenida. En cualquier caso no resulta aventurado suponer que para los pitagóricos lo que de antemano rige todo, la arkhé, es el número; de suerte que cualquier cosa puede explicarse mediante números y relaciones entre números. Ni que decir tiene que el número de los pitagóricos es lo que ahora se llamaría «número natural», o sea, no el número como determinación de tal magnitud o continuo infinito dentro del cual los números naturales (el «uno, dos tres, cuatro....») son sólo un subconjunto, sino el número como delimitación de algo concretadamente diferenciado y no susceptible de ser dividido o expandido según criterios meramente cuantitativos. También se atribuye a los pitagóricos haber considerado la sucesión de los números como la alternancia de lo impar y lo par, entendiendo lo uno como limitado y lo otro como ilimitado, siendo la unidad no emparejada de lo impar lo que constituye su límite. Según los pitagóricos toda cosa, por ser una cosa, es uno; luego el uno, principio y unidad tanto de lo impar como de lo par, es la determinación primera a partir de la cual se forma la serie primaria «uno + dos + tres + cuatro», cuya totalidad, diez o decena, constituye la llamada tetraktýs o disposición perfecta, por ser la base del subsiguiente orden numérico, la cual era reverenciada por los pitagóricos como poseedora de propiedades portentosas. En términos geométricos, el diez o número perfecto viene dado por la serie constructiva: punto (=una posición) ® línea (=dos puntos, una distancia) ® triángulo (=tres puntos, un plano) ® tetraedro (=cuatro puntos, un sólido). Tal como se observa, en ambas sucesiones primordiales (la aritmética y la geométrica) el uno es principio en el doble sentido de que rige el proceso de lado a lado a la vez que lo va originando en cada uno de sus momentos, ya que ambos procesos consisten en ir añadiendo un mismo uno para formar algún otro uno. Posteriormente Platón, muy aficionado a los números y también muy influenciado por lo pitagórico en general, dirá que la mismidad y la alteridad son los dos aspectos constitutivos y mutuamente determinantes del ser de cada uno que es, no sólo de los unos aritméticos y geométricos.
De Pitágoras también se cuenta que fue el primero en aplicarse el nombre de «filósofo», palabra ésta que etimológicamente significa «amigo del saber ser»; aunque de ser cierto lo que dice el cotilla Diógenes Laercio, Pitágoras la habría entendido en su sentido típicamente platónico de «amigo del saber teorizar»: «Dice que la vida se parece a unos juegos atléticos, donde unos acuden a competir, otros a comerciar, pero los mejores vienen como espectadores. De igual modo, en la vida los hombres serviles andan a la caza de la gloria o la ganancia, mientras que los filósofos se afanan sólo por la [contemplación de la] verdad» (Diógenes Laercio, VIII, 8). Al hilo de esta glorificación de la teoría y a manera de curiosidad se apunta que las directrices esenciales de la llamada «dialéctica hegeliana», o discurrir teorético por la vía del Progreso, están ya prefiguradas en el esquema dado al hablar de la doctrina del alma de los pitagóricos (o de los órficos o de los platónicos). En efecto, si se relee el mencionado esquema hasta lo relativo a la finitud de las almas y se sustituye «alma» por «Espíritu», «dioses» por «dios que es Dios», «cielo» por «reunificación conciliadora de lo infinito y lo finito», «caída» por «alienación», «tierra» por «terreno de lo finito», «purificación» por «tomar consciencia o ser para sí lo que se es en sí», «cuerpo» por «figura de la consciencia»... se acaba obteniendo un compendio bastante clarificador de las marrulleras y desmadradas elucubraciones de ese seminarista cristiano con mala conciencia travestido de paladín de «la libertad» que fue Hegel. También resulta obvio que la última parte del susodicho esquema viene a ser un primer esbozo de la dialéctica del «eterno retorno» o discurrir teorético por la noria de la Fatalidad, una y a cada vuelta la misma.
Alberto del Río Núñez © 2005
Leucipo (s.V a. C.) (450 a. C. - 370 a. C.)
Nacido en Abdera, Melos, Mileto, Elea o en Clazomene (se desconoce con certeza). De su vida se sabe muy poco; Epicuro consideró la posibilidad de que Leucipo no hubiera existido, lo cual dio lugar a numerosos debates. Lo que se sabe de su pensamiento se encuentra en fragmentos de obras de otros autores como Aristóteles, Simplicio o Sexto Empírico. Se dice que Demócrito inventó a Leucipo como su maestro para ganar prestigio y para que respaldasen su teoría, ya que se suponía que Leucipo era un gran físico.
Fue maestro de Demócrito de Abdera y a ellos dos se les atribuye la fundación del atomismo mecanicista, según el cual la realidad está formada tanto por partículas infinitas, indivisibles, de formas variadas y siempre en movimiento, los átomos (τομοι, s. lo que no puede ser dividido), como por el vacío. Así, tal vez en respuesta a Parménides, afirma que existe tanto el ser como el no-ser: el primero está representado por los átomos y el segundo por el vacío, «que existe no menos que el ser» (Simpl., Fís. 28, 4), siendo imprescindible para que exista movimiento. Particularmente, postula, al igual que Demócrito, que el alma está formada por átomos más esféricos que los componentes de las demás cosas. Niega la génesis y la corrupción, formas de cambio que eran aceptadas casi por la unanimidad entre los filósofos presocráticos.
Leucipo fue el primero que pensó en dividir la materia hasta obtener una partícula tan pequeña que no pudiera dividirse más.
Leucipo de Elea o de Mileto (pues ambas atribuciones existen), asociado a la filosofía de Parménides, no siguió su mismo camino ni el de Jenófanes, sino, a lo que parece, más bien el contrario. Pues, mientras que aquellos consideraban al todo, uno, inmóvil, increado y limitado y ni siquiera permitieron la búsqueda de lo que no es, éste postuló innumerables elementos en perpetuo movimiento -los átomos- y sostuvo que el número de sus formas era ilimitado, basándose en que no había razón para que un átomo tuviera una forma en lugar de otra; observó también que la llegada al ser y el cambio eran incesantes en los seres. Sostuvo, además, que el no ente existe igual que el ente y que ambos, por igual, son la causa de las cosas que llegan al ser. Supuso que la naturaleza de los átomos era compacta y llena, que existía lo ente y que se movía en el vacío, al que denominaba no ente y del que afirma que existe no manos que el ser. De la misma manera, su compañero Demócrito de Abdera estableció como principios a lo pleno y lo vacío... (Simplicio, Fís. 28,4)
Demócrito (aprox. 460-370 a.0)
Era de Abdera, colonia griega de la región de Tracia. Fue discípulo de un tal Leucipo, del que nada se sabe, por lo cual suele ser costumbre tratar a ambos como a un único y mismo autor. Sobre Demócrito hay noticias de que escribió muchos textos y sobre temas muy variados, aunque de su copiosa producción escrita sólo han llegado hasta nosotros unos trescientos fragmentos, todos ellos bastante breves.
Según Leucipo-Demócrito las cosas con las que de ordinario tratamos están compuestas en su fondo subyacente a partir de la combinación de indivisibles o átomos (átoma). Estos indivisibles son unidades diferenciadas en el sentido de que cada uno tiene un tamaño y una figura determinados: unos son más grandes y otros más pequeños, dentro de su común tamaño diminuto e imperceptible a simple vista; unos son redondos, otros angulosos y, en general, de innumerables formas; aunque todos ellos carecen por principio de atributos propiamente cualitativos, tales como color, sonido, textura, olor o sabor. Todas estas cualificaciones de las cosas lo son por convención (nómos) o parecer, no forman parte de la naturaleza (phýsis) o verdad de las cosas, «pues la verdad subyace en lo profundo» (B 117). En consecuencia, habrá también dos modos de percepción en el ser humano: digamos, la percepción verdadera, referida a lo subyacente de las cosas (o sea, a los átomos en sí mismos), y la percepción aparente (ver, oír, tocar, oler, gustar), que sería la referida a los caracteres patentes de las cosas.
Lo otro que «es en realidad», además de los átomos o lo lleno, es lo vacío; pues si no hubiese vacío los átomos estarían permanentemente trabados unos con otros, formando así una especie de conglomerado compacto en el que no habría movimiento alguno ni, por tanto, ningún cambio perceptible. Aunque los átomos se mueven, su único movimiento es el cambio de lugar o desplazamiento en el vacío, dado que los átomos no nacen ni perecen y tampoco devienen algo esencialmente distinto de lo que cada uno ya es. Esto supone que cualesquiera cambio «es realmente» un cierto desplazamiento de ciertos átomos por la extensión indefinida que es el vacío, y también que el número de átomos, aun siendo indeterminable, permanece constante en todo momento. El desplazamiento de los átomos tiene lugar a partir de un «torbellino» (diné) originado de modo espontáneo, en cuyo movimiento incesante van disponiéndose de modo necesario las diversas configuraciones globales de átomos, dando lugar así a diferentes mundos más o menos solapados.
Habitualmente suele calificarse a Demócrito como el «primer materialista», o al menos el primero en serlo de manera más coherente, pasando por alto el hecho de que la teoría atomista de Demócrito, tal como nos ha sido transmitida, tiene tan poco de materialista o corpórea como la moderna teoría atómica. En efecto, en uno y otro caso se afirma como realidad primaria algo tan puramente ideal y abstracto como puedan serlo los unos del contar aritmético o los puntos del espacio geométrico; pues carece de sentido afirmar que algo es corpóreo y a la vez negar a ese algo atributos inherentes a todo cuerpo, como son las llamadas «cualidades sensibles». Parafraseando a Leibniz, que algo debía saber sobre el asunto: lo corpóreo o sensible es independiente de la percepción sensorial, pero no de la posibilidad de ser percibido sensorialmente. O dicho de modo más «acientífico»: un cuerpo o corpúsculo (entiéndase: un sólido concreto, no un objeto meramente ideado) concebido por principio como algo sin color, sonido, olor, etc., es tan contradictorio e imposible como un concurso de belleza entre puros cuerpos geométricos, o bien como un científico moderno que sepa en verdad lo que se trae entre manos cuando trajina en su laboratorio... mejor dicho, en el laboratorio de la masa de capital para cuyo acrecentamiento investiga. Porque la verdad sigue siendo —y tal reconocimiento constituye la conciencia más honda de nuestra identidad histórica, frente a la cual el «yo pienso» es algo tan superficial como lo es la encajonada y cosificada existencia a que conduce—, o mejor dicho la verdad misma sigue reafirmándose para el querer más esencial como alétheia o desencubrimiento del ser, no como mero cálculo de lo que es; así que ni las verdades científicas pueden ser las verdades primeras ni el proceder científico lo incondicionalmente válido; pues en el fondo de sí mismo cada uno se sabe algo más que un simple uno autoafirmándose cual cognoscente frente a otros unos, como también sabe que es en verdad no cuando conoce de verdad, sino cuando quiere de verdad.

Cada vida convergiendo va hacia algún centro,
dicho o quedo;
en cada naturaleza humana se perfila
cierta meta.
Nunca voceada y casi apenas confesada,
quizá muy bella
para que las sospechas de la credibilidad
la desbaraten.
Adorada con pudor, cual frágil paraíso,
tan imposible
de conquistar como una cintilla del arco iris
lograr rozar.
Aunque acosada y afianzada en su lejanía,
¡cuán elevado
sobre la pausada diligencia de los santos
reposa el cielo!
Por la corta suerte de una vida inalcanzada,
quizá, mas luego
la eternidad a esa misma voluntad la deja...
correr de nuevo.
(Emily Dickinson, 680)

A fin de mostrar que la práctica de la ciencia no ha sido siempre incompatible con el ejercicio del sentido común o sensatez (ni menos aún con el tener la mínima vergüenza de anteponer lo humanamente debido a lo profesionalmente mandado), pero sobre todo para dejar constancia de la continuidad del último presocrático con su coetáneo Sócrates y con Platón, se citan seguidamente algunos de los fragmentos atribuidos a Demócrito. Conviene tener en cuenta asimismo que, salvo tres o cuatro, el tema constante de tales fragmentos es de índole moral y que las reconstrucciones que se hacen de la teoría atomista están basadas en las noticias dadas por autores posteriores a Demócrito.

(B 1) La sensatez origina estos tres hechos: pensar bien, hablar bien y obrar como es debido.

(B 3) ...La medida conveniente es más sólida que la grandeza.

(B 17) No puede haber un buen poeta sin un acaloramiento del ánimo y sin un cierto soplo de locura.

(B 31) La medicina cura las enfermedades del cuerpo, mas el saber libera de padecimientos el alma.

(B 34) El hombre es un mundo en miniatura.

(B 43) El pesar por las acciones vergonzosas es la salud de la vida.

(B 45) Quien comete injusticia es más desdichado que quien la padece.

(B 62) Lo bueno no es abstenerse de cometer injusticia, sino ni siquiera desearlo.

(B 69) Para todos los hombres es lo mismo el bien y la verdad; el placer, en cambio, es distinto para cada uno.

(B 72) El deseo desmedido de una cosa, ciega el alma para todas las demás.

(B 83) El origen de todo error es el desconocimiento de lo bueno.

(B 145) La palabra es sombra del hecho.

(B 175) Son los dioses quienes, antes y ahora, dan a los hombres todo lo que es bueno. Pero cuanto es malo y funesto y nocivo, eso ni antes ni ahora lo dispensan los dioses a los hombres, sino que éstos mismos se lo buscan por ceguera de ánimo y falta de juicio.

(B 203) Al huir los hombres de la muerte, la van persiguiendo.

(B 207) Es preciso elegir no cualquier placer, sino sólo el que va ligado a lo bello.

(B 230) Una vida sin festejos es un largo camino sin posadas.

(B 242) Son más los que se hacen buenos por ejercicio que quienes lo son por naturaleza.

(B 247) Al hombre sabio toda tierra le acoge, pues de un alma de bien es patria el mundo entero.

(B 269) El coraje es comienzo de toda acción, mas su final está en manos de la suerte.

Alberto del Río Núñez © 2005

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